México debe renegociar el Tratado de Aguas de 1944 ante la crisis hídrica y el despojo hídrico
En medio de las presiones crecientes por parte del gobierno de Estados Unidos —especialmente bajo la retórica agresiva de Donald Trump—, resurge un conflicto que se remonta a la posguerra, cuando en 1944 se firmó el Tratado de Aguas Internacionales entre México y Estados Unidos; un acuerdo que desde entonces ha marcado con desequilibrio el manejo de un recurso vital en los territorios fronterizos de ambos países.
El tratado establece que Estados Unidos debe entregar a México 1,850 millones de metros cúbicos anuales del Río Colorado, mientras que nuestro país se compromete a entregar 2,158 millones de metros cúbicos en ciclos de cinco años a través de los afluentes del Río Bravo, como el Conchos, San Rodrigo, San Diego, Escondido y Salado.
Si bien el cumplimiento ha sido constante por décadas, las condiciones climáticas y la presión agroindustrial han hecho cada vez más difícil sostener este acuerdo y hacen inevitable la renovación de este acuerdo bajo una perspectiva que privilegie el agua como un derecho humano y no como un bien para la producción agrícola o industrial de las grandes corporaciones.
En 2020, en plena pandemia, esta tensión alcanzó un nuevo pico, y ese antecedente amenaza con ser más graves si no se atiende con sensibilidad las obligaciones de México ante Estados Unidos. Las protestas en Chihuahua y Tamaulipas, donde agricultores y pobladores tomaron instalaciones de la presa La Boquilla, evidenciaron el descontento social ante lo que se percibe como una subordinación de los intereses nacionales a las exigencias del tratado. En aquel momento, México recurrió a reservas de emergencia para cumplir con Estados Unidos, dejando a comunidades locales con embalses vacíos y conflictos internos que aún no se han resuelto.
Hoy, a un año de que finalice el actual ciclo de cumplimiento (octubre de 2025), el conflicto se recrudece por múltiples factores como la sequía histórica en el suroeste estadounidense y el norte de México, agravada por el cambio climático; la presión del sector agrícola texano, que demanda puntualidad absoluta en las entregas mexicanas, y por si fuera poco, el uso político del tema en el proceso electoral estadounidense, donde sectores conservadores han retomado el tratado como argumento para endurecer relaciones con México.
Es momento de reconocer que el Tratado de 1944 está rebasado por la realidad climática, demográfica y geopolítica del siglo XXI. Fue firmado en una época en la que los modelos de desarrollo no consideraban el estrés hídrico, la crisis ecológica ni la justicia ambiental como ejes fundamentales. Este modelo —basado en monocultivos de alta demanda hídrica, agroindustria de exportación y privilegios para grandes empresas— no solo agota nuestros mantos freáticos, sino que posterga cualquier proyecto de soberanía hídrica y alimentaria. En vez de fortalecer al pequeño productor o promover técnicas de conservación, se orienta el agua a satisfacer mercados foráneos, a costa de comunidades locales.
En ese sentido es importante respaldar el Plan Hídrico Nacional que ha anunciado la presidenta Claudia Sheinbaum, así como avanzar hacia una Ley General de Aguas que reconozca al agua como un bien común no mercantilizable, que garantice su acceso universal, y priorice la gestión local y sustentable frente a la lógica extractivista. Esta nueva legislación debe blindar las cuencas transfronterizas, establecer mecanismos de vigilancia civil y científica, y consolidar una voz firme de México ante presiones externas.
