Román Sánchez Zamora

Caminar en silencio, invisible, promesas de nuevos sueños, caminos, arrancados por la muerte

Rodrigo, le llevaron únicamente una parte de su biblioteca, no era común que en un lugar de descanso dejen tener muchos libros, los demás los donó a una escuela, sin duda que desearon poner su nombre a ese nuevo espacio y dijo -pónganle el espacio de nosotros– y así fue.

La emoción de verle, fue desde el primer instante ella, le miró, sonrió y desde ese día no pudo quitársela de la cabeza.

Desde el primer día comenzaron las largas charlas, que siempre quedaron inconclusas, las cuales se convirtieron en sueños, en promesas de vida, en caminos hacia una familia.

Nunca pude comprender como tan fríamente me dejó, si en su cumpleaños, su risa fue única; al verme se olvidó de todos y centrarse en mí, allí todos sospecharon que no era solo el amigo que en ocasiones le llamaba y así era.

No había otra pareja más feliz que nosotros: desde la mirada se veía esa interminable alegría, la necesidad de verse, de hablarse, de soñarse.

Fue una madrugada: “Disculpe, pero Alejandra me dio un día su número, por alguna emergencia, ella acaba de fallecer, ya sabe usted dónde está la casa”.

Fue el viaje más largo, en donde los suspiros salían, las lágrimas y los gritos de su nombre fueron la compañía que tuve hasta llegar.

Traje, camisa y corbata todo de negro, como ella un día en una charla me dijo: “Si muero antes que tú, deseo que vayas de negro a mi funeral”.

Abracé la caja, trataron de apartarme, nadie de su familia me conocía, más que los que debían conocerme.

Me dieron un anillo, que dijo Alejandra que era para mí.

En ocasiones pasaba frente a su casa, suspiraba, escuchaba alguna canción que decíamos eran nuestras. Allí vi cómo los amorosos sufren la muerte.