De la locura de la pasión por la vida, lo que deseamos y que nos motiva a seguir Roxana describió su radio, de madera y una tapa roja de alguna botella en lugar de su botón de encendido.
A un lado del aparato metió el dedo para sintonizar una estación.
-Estos sí eran buenos, ¿adivina cuántos años tiene esto? – dijo ella con la sonrisa de siempre.
-No, no sé, ¿quizá unos treinta años? – le dije como siempre.
-Es de los más antiguos. Antes esto era un lujo, nos sentábamos a escuchar las grandes voces, unas voces que nos hacían soñar en otros mundos y otras realidades; por aquí escuchamos los mensajes de la Guerra Mundial, luego Vietnam, luego crisis y más crisis, pero lo mejor era que siempre mi papá, lo tomaba una tarde antes de Navidad, lo desarmaba y lo limpiaba para que luciera para los villancicos.
-Mi ilusión, Luis, y ponía la radio para escuchar el éxito que me dolía.
-Luego me casé y los hijos y cada nueva música me ponía a la moda, allí estaba.
-Llegaron otros aparatos y este dejó de funcionar, de la alacena pasó a un cajón, luego a una bodega, luego se quedó en una casa que íbamos a vender y cuando cerramos el trato, pasé por la cocina y allí estaba y lo tomé.
-Este es mío, solo vendí la casa; los señores sonrieron y jamás volvimos a esa casa, todo lo demás lo arregló el abogado.
-Mi nieto le adaptó un aparato para que lo pudiera conectar a unas bocinas, era genial, escucharlo así.
-Mi esposo lo tomó un día y sin avisarme lo mandó a reparar lo más cercano a lo nuevo, pero fue algo estético, pero le agradezco eso.
-Me vine, lo traje y lo escucho…
Roxana tomó la caja de cereal y se alejó cantando.
Roxana aun añora un radio, lejano e inexistente…