Las mañanas, se van, días, sueños, queda el recuerdo que lo vivimos y un día jamás volvimos

Desde mis primeros años, la casa tenía un olor especial. Mucho ruido, el abuelo levantándose temprano: “Han de ser muy ricos para levantarse tarde”, decía y mi mamá se levantaba mirando con reproche a mi papá -es su costumbre y siempre lo hace-.

-¿Y por qué en la puerta, me siento como arrimada y solo nos quedamos por ti, que no quisiste manejar de noche y que querías desayunar leche bronca?.

Mi papá tomó las riendas del rancho y repetía muchas de las frases que decía mi abuelito.

Siempre había ruido: los caballos, los burros, las gallinas, los guajolotes, los niños, el nuevo niño de la prima, etc.

Pero todo tiene un ciclo, y también un día se marchó, como todos al camposanto con los pies por delante. Ya nada fue igual.

No éramos mucho de rancho, entre la universidad, los amigos y vivir la vida, no hacíamos pie en el rancho y no aprendimos el oficio.

Quedó un casco vacío; los primos se fueron poco a poco, unos al norte, otros a la ciudad por la universidad.

El ganado poco a poco se fue vendiendo, no era rentable, las tierras dejaron de sembrarse, los árboles, dejaron de dar frutos, hasta los pozos dejaron de dar agua a borbotones, pasó a ser el lugar más silencioso del mundo y me tocó venderlo.

Me casé una vez, me junté otra y no, nunca fue el indicado, no hay duda que, el silencio que dejó el abuelito y mi padre aun me persiguen, porque no hallé nunca alguien que llenara ese vacío edípico tal vez.

Hoy, en este cuarto sola, sin el andar de mis hijos ni de los nietos, el camino de la muerte es silencioso; pasillos que esperan fallezcamos para ir por otro cliente, alejada, abandonada y condenada por nuestras familias.