Román Sánchez Zamora

Pensado en el fin, se medita, se vuelca uno en contra de todo, pero es algo muy propio

Los minutos pasan y el milagro no ocurre; el eco de los buenos deseos de Año Nuevo, de cuando se salió de la iglesia, del instante de dar una moneda y sonreír porque se alivió por un instante el dolor, se recuerda.

Los perros ladran, alguien se acerca, pregunta y se marcha, parece que todos solo esperan el fin.

¿En realidad sirve ayudar?

En este instante que yo necesito de esa ayuda, nadie se acerca con la varita mágica y por lo menos desaparece mi dolor, el nudo en la garganta, o por lo menos le da un poco de agua a mi perro.

Quizá ni he tomado agua esperando que así el golpe sea pronto, sin pausa, sin esperanza porque en esa esperanza sólo se observa más mi dolor, esperando a que vuelvan los cielos azules de la niñez y esperar a que todos esos muertos despierten o yo despierte en esos días donde un -ven a desayunar- era el fin de un juego pero el inicio de un nuevo día, en donde mis vecinos me esperaban para seguir explorando una serie de túneles que con el tiempo se volvieron drenajes fétidos y con varillas que algunas abrieron porque un cadáver se había atorado.

Ahora, hasta levantarme de la cama me duele, el caminar, el toser es un dolor de cabeza, el subir las escaleras ha pasado de ser algo normal a un evento que trato de evitar lo más posible.

A un paso de no volver a respirar, de ser uno más de los que llegan al fin, aunque muchos dicen que no hay final, prefiero pensar en que sí lo hay y no volver a ser objeto de sueño y promesas.

A media centuria, mi vida se escapa y deseo esos vientos de libertad.

¿Dónde quedó mi vida?