La mayor parte de nuestras vidas es ajena, lo propio es temido y subvalorado
El erizarme la piel nació en mí cuando comencé a ver las realidades, dejar de ver la vida de otros lados, de otros círculos de gente ajena, de gente que nada tenía que ver conmigo, la riqueza y un espacio desconocido, ajeno y distante.
La madera bien tratada, barnizada, brillosa, de toque suave, lejos a lo que vivía de mosaicos verdes, fríos, rayados, pero tenían algo que los hacía especiales, su brillo cuando mi juventud los veía y escuchaba a mi familia los sueños de salir adelante.
El eco de una mesa de madera sin la simetría correcta decía que la habían hecho personas que no eran carpinteros y con el tiempo recordé que era para dejar un viejo voté y una madera que ocupábamos todos los días para comer, pero siempre estaba la familia junta.
De niño en camino al adolescente que buscaba imitar lo que nos mandaban de la capital y de otras capitales más importantes, pero en nada se parecían a mi vida, a mis sueños, menos aun a los lugares donde caminábamos y soñábamos los amigos que con el tiempo muchos de ellos se volvieron extraños al ver que ellos aceptaban esas letras y voces como suyas, aunque nunca supieran dónde se quedaron sus sueños.
¿Mis sueños eran míos o eran el producto de las voces distantes? Es complejo quitarse esos sueños, en donde la felicidad deja de ser propia para transformarse en la de ellos, en sus frustraciones y en sus anhelos y al poco tiempo ya se siente uno parte de quimeras y lugares inexistentes.
¿Quién soy? ¿Hacia dónde voy? ¿De dónde vengo? No hay respuesta ante la penetración de tantos sueños frustrados en mi entorno y todos buscan ser algo que nunca serán pero que está marcado en todo camino hacia su fin.
