Un poder podrido se desarticula, pero el remedio no resulta bien armado
El artículo 17 de la Constitución refiere que en el país habrá “una justicia rápida, completa, imparcial y gratuita”. Esa es la esencia de una aspiración en nuestra Carta Magna. Bonita prosa. La realidad es otra muy lejana. Casi nunca se ha logrado este sueño.
Dicho de otro modo: ocurre todo lo contrario. Lo característico de nuestros órganos de justicia es que el resultado de su operación es una justicia lenta, parcial, incompleta y costosa.
Esto lo puede atestiguar casi cualquier persona. Lo ha sufrido en carne propia o en la familia. Por eso el lugar común de que en este país “con dinero baila el perro”. En las instancias justicieras todo se mueve con dinero. Muchísimos presos guardan esa condición “porque no le llegaron al precio a sus juzgadores”.
Y lo contrario: una suma infinita de delincuentes no pisa la cárcel o la evaden en corto tiempo porque tuvieron el recurso económico para corromper a las instancias responsables de su destino.
Más allá de retóricas leguleyas y demagógicas, a las cosas por su nombre.
Esta es la realidad, nuestra realidad. Lo demás son sueños, utopías, paisajes generosos de quienes se esconden o benefician de este orden.
La mayor parte de quienes niegan este estado de cosas, nunca se han visto cara a cara con la justicia. O lo han resuelto ellos, o interpósita persona, con el fácil y común recurso del dinero.
Por eso llama la atención el desgarramiento de vestiduras como de sepelio judío respecto de la reforma judicial. Lanzan oleadas de pronósticos fatalistas leyendo apocalípticas esquelas del país. Que con tal reforma la nación se acaba, la democracia muere, la catástrofe asoma, el orden peligra, la confianza termina.
(Pobre país sería este si con cada reforma que se intenta se partiera en pedazos). Eso es la demagogia barata de los de siempre.
Nada hay nuevo bajo el sol. Son los mismos oscurísimos augurios con la reforma del Instituto Electoral, los libros de texto, la relación con Estados Unidos, la economía, las obras y cincuenta temas más. Los grupos más reaccionarios se espantan con el petate del muerto.
Todo lo común que vive cualquier gobierno. Las condiciones que trae consigo el compromiso de gobernar. Los problemas son eternos, evolucionan, se complican o agudizan, se parchan o resuelven de raíz. Todo lo que es materia de administración pública es obra humana. Funciona, se rezaga, se anquilosa o degenera y hay que reformarla. Nada es eterno. El único sitio tranquilo y sin problemas se llama panteón.
Todo terreno o responsabilidad pública está infestada de retos, dificultades o conflictos. Eso ha ocurrido aquí, en Roma, en Moscú, Japón o la India. ¿Por qué México tendría que ser la excepción?
En el caso reciente, el Poder Judicial es el que con el paso del tiempo se mantenía intocado. Reformas iban y venían y ahí, en esa pirámide responsable de la justicia se había enquistado una poderosa clase de la élite mexicana inamovible. Era el grupo más arraigado, resistente y rebelde.
Es natural: tenían la ley en la mano, una nervadura de gruesos nexos con el poder económico, político, delincuencial y todos los poderes fácticos.
Ese andamiaje impune era prácticamente a prueba de gobiernos. Retaban, sometían, chantajeaban… y subsistían. Pero llegó el día en que se toparon con un presidente y se dio el choque que nos tiene como espectadores.
Antes, durante décadas, habían coexistido, negociado o reforzado sus vínculos de complicidad con todos. Su razón de ser era el poder presidencial: otra vez nada del otro mundo. El hombre fuerte del país controlaba los tres poderes, con mayor o menor disimulo; con rudeza o tersura, simulación o verticalidad. Quienes lo nieguen hablan de otra nación que no es México. De ahí emanaba el poder de la Suprema Corte, no de dios ni de su -falsa- impoluta investidura.
Se dio un enfrentamiento frontal y el presidente se fue por una reforma a fondo. Argumentos había: una casta divina con enormes nexos familiares se había apoderado del Poder Judicial por décadas. No iba a estallar una rebelión por tocar esta llaga purulenta. Como no estalló. Por la razón lógica de que el común de la gente ha vivido siempre sometida a ese “orden normal”; costoso e impenetrable, e inmodificable al paso de los sexenios.
La reacción que vemos quizá nos lleve a considerar la hondura de intereses que se han tocado y que están en riesgo. Una acción da lugar a una reacción de semejantes dimensiones, lo estamos viendo.
Ahora, la reforma se hizo de prisa y con un montón de fallas. Y la elección igual.
Esto, por supuesto que no va a dar el resultado de contar con una justicia utópica como lo sugiere el artículo constitucional referido.
La intención es excelente, los métodos con muchos errores.
Tocar a fondo ese poder debió haber pasado por un proyecto integral y gradual. Una comunicación pedagógica sencilla, exhaustiva y convincente. Mecanismos amplia y objetivamente explicados. Acaso con un calendario de desarticulación gradual. Con andamios para modificar la estructura e insertar piezas sanas, honorables.
Tal vez con una fórmula de elección-designación.
El factor prisa se hizo presente y ello no resulta un aliado adecuado. Napoleón decía “vístanme despacio que tengo prisa”.
El volumen de la elección es incomprensible y complicado. Y la fórmula no garantiza un cambio verdaderamente radical. Se mantiene la poderosa influencia del poder presidencial lo cual no depara nada bueno.
Una decisión estupenda que no augura satisfactoria cosecha. No en el corto plazo por lo menos.
Ello dejará el escenario para nuevas reformas o parches.
Por todo esto, la gente no siente ese tema cercano, ni lo entiende. Y no encuentra motivación para participar. Por esto, la elección no tiene el ropaje y peso de una elección, sino más bien de una propuesta armada que busca el camino de las urnas para legitimarse.
Es lugar común decir que “las cosas en Palacio, van despacio”. Pero cuando van de prisa es igual o peor. Duele decirlo, pero este parece ser un ejemplo más de que algunas cosas que “se hacen a la mexicana” no funcionan. Ya es tiempo de ser antimexicanos.
Vendrá la etapa de control de daños, pero ese ya será otro sexenio.