La riqueza, la vida, preciados tesoros, que únicamente el que se queda en la vida sabe aquilatarlos
Los sobrinos llegaron felices, con amigos, amigas, novios, novias, alberca, carne asada, el jardín soñado, ventiladores, refrigeradores con refrescos, cervezas y vinos; mis hijos los más populares y algunos de sus amigos querían conocerme.
Por un momento, me sentí en la cúspide de mi vida, los vehículos de sus amigos al fondo a los flancos del camino principal, sólo los vi llegar, tuve que salir a ver unos pendientes, luego volví; tenía unas reuniones en el privado.
La comida pasó, llegaron más amigos que vivían en lugares más lejanos, tomaron algunas habitaciones, se quedarían a dormir, todos controlados por la vigilancia, separados, mi casa no serviría para un pleito entre familias, y sabían que conmigo no se jugaba; los padres aceptaron gustosos, algunos llegaron a dejar a sus hijos otros teníamos unas horas para brindar en familia, me iba bien.
Después de esa reunión se volvieron comunes dos veces al año, no permitía más por las ocupaciones de todos; nadie debía poner una sola moneda; un día un carro no arrancó lo mande al taller en grúa y llevamos al chico a su casa, siempre lo más importante era la fraternidad.
Y así terminaron la prepa, la universidad, algunos comenzaron a fundar familias; diez años de la rutina de esas dos veces al año, festejo que esperaban con ansias, algunos pensaron en hacer una tertulia a mitad del semestre, sin éxito, siempre fui por cortesía; decían que para hacer ello se debía tener sangre, comenté que era por la fecha.
Un día llegó la pobreza, un accidente y ella no salió librada, en un viaje para cobrar unas facturas un tráiler se quedó sin frenos. Hasta allí llegaron los hijos.
La vida se terminó, no valía seguir, ni vivir, solo ecos. Los fantasmas miserables hicieron de mí, un festín.