La vida de un médico en un pequeño pueblo cerca del Lago de Valsequillo
Toda vida tiene atrás una historia.
Algunas historias son las comunes, pero no por ello indiferentes.
La de este médico empezó en la adolescencia, cuando se trunca la oportunidad de seguir estudiando. Sus elementales conocimientos de contabilidad lo llevan a ser auxiliar de contador en una empresa constructora importante.
Después ya lo hace como responsable de esa área en una pequeña empresa. El trabajo se acaba y hay que buscar nuevos horizontes. Desempeña varios trabajos temporales: levanta pedidos de dulces y botanas tienda por tienda y entra a una empresa de productos químicos como auxiliar administrativo.
Pero en aquellos años brota la semilla de la vocación médica. Estudia la secundaria y preparatoria en escuelas nocturnas. En esa etapa aflora su gusto por los toros y asiste a algunas tientas hasta que lo cornea un astado y se cierra su frustrado ciclo taurino.
Más antes, desarrolló una habilidad natural para florear la reata. Su complexión delgada y la obstinación por dominar un poco este arte hacen que un tío le ponga el mote de “El Charro”, como después sus compañeros de prepa le llamaban “El Matador”, por su inclinación hacia la fiesta taurina.
Pero lo suyo era la medicina. Por fin entra a estudiar en la carrera de Medicina de la UAP en aquellos años turbulentos. Ahí en sus ratos libres toca la armónica y un poco la guitarra y las maracas en un trío estudiantil.
También le brota la vena artística en materia de pintura. En forma autodidacta reproduce al óleo en gran tamaño pequeñas estampas que veía en libros o diccionarios.
Y entra después ya al ejercicio de su profesión. Como médico hizo su servicio social y laboró varios años en el Hospital del Magisterio, en el IMSS-Coplamar y por cuenta propia en un pequeño consultorio en San Baltazar Campeche. Trabaja y conoce pueblos de la Sierra Norte y se encariña con la naturaleza y la gente de la región. Ahí hace amigos y compadres.
Ahí le aparece un enorme gusto por los animales: tenía palomas mensajeras, canarios y gallos.
Luego se establece con un consultorio en Los Ángeles Tetela, un pueblecito situado luego de cruzar la panga del Lago de Valsequillo, escasamente a una hora de Puebla.
Es un médico clínico de la vieja escuela. Esa que consiste en atender a los enfermos al pie de cama y poner toda la atención a los signos y síntomas de la persona; cambiar impresiones a detalle sobre su vida y hábitos; desarrollar una aguda observación sobre color de piel, el lenguaje corporal, el tono de voz y en general las emociones que transmite el cuerpo.
Hace del deber médico de escuchar un arte. Conecta y empatiza con la gente. A muchos no les cobra la consulta y les da muestras médicas. La relación médico-paciente en muchos casos se convierte en médico-amigo. Y construye una vasta red de amistades, sobre todo con la gente mayor de Los Ángeles y muchos pueblos de la región de Valsequillo hasta Huehuetlán El Grande.
Es tal la mística que le imprime a su condición de médico de pueblo, que la gente del lugar lo arropa y lo vuelve uno más de la comunidad. Se trata de una población muy religiosa y solidaria, laboriosa y fiestera.
Este pueblo tiene particularidades como pocos del estado. Practican la cooperación en todo, trátese de fiestas patronales, cívicas, tradicionales, o bien en un trabajo de “colado” en la construcción de casa, o un velorio, boda o primera comunión.
En todo cooperan la mayoría de los vecinos. Un par de mayordomos aglutinan en su derredor a unos cuarenta o cincuenta amigos a quienes llaman “quiquihuas”, quienes tienen la obligación de cooperar con una cuota de 4 mil o 5 mil pesos al año para las cuatro o cinco festividades más importantes del lugar.
Estas cuotas permiten invitar a comer gratuitamente a todo el pueblo, todos los que quieran, en cuatro o cinco fechas señaladas en el calendario de festejos del pueblecito.
El doctor fue “quiquihua” dos años. Esto lo mimetizó con el sentimiento de la gente. Pertenecer a esta especie de cofradía es una mezcla de deber espontáneo y honor en este lugar.
En toda fiesta o velorio es costumbre llevar, todos, refrescos, flores, velas o veladoras, alguna botella de brandy o ron, galletas o lo que pueda ser útil para el convivio.
Una boda, por ejemplo, es muy común que incluya una comida de doscientos, trescientos o cuatrocientos invitados, para lo cual se sacrifican 400 pollos el primer día, seis puercos al siguiente y una res el tercero, aparte de cantidades abundantes de arroz, mole, tortillas, refrescos y botellas de alcohol. Se come los tres días y hasta reparten itacate en utensilios de plástico.
Las cocineras se reparten el quehacer. La división del trabajo por especialidades ya está muy bien organizada. La organización, entusiasmo y disciplina al estar preparando estos enormes comelitones es admirable.
El doctor se ha fundido totalmente en este concierto singularísimo de usos y costumbres perfectamente armonizado.
El pueblo luce sus calles amplias, todas las casasbien acabadas y pintadas, con buenos diseños y las arterias no con pavimento sino casi todas perfectamente encementadas.
Hay una razón para todo esto: los habitantes en buen número son albañiles, también jardineros y trabajadores o dueños de pequeñas maquiladoras de manteles para cocina de todos los tamaños. Sus productos se venden profusamente en los mercados del estado y de diversos lugares del país.
El doctor está integrado de modo indisoluble con el vecindario. Un día se hace un recuento estadístico de los cuarenta años en este pueblo más los cinco en diversos puntos del estado, la suma da más de 114 mil pacientes atendidos en 45 años de su condición de médico de pueblo.
Un día la rutina de su vida profesional se interrumpe bruscamente. Deja de escucharse en su consultorio la música instrumental. No hay más el trato cálido y familiar a adultos mayores o niños, no más las bromas y chascarrillos con los amigos de singulares apodos.
Un cáncer ataca severamente la salud del doctor. La aparición del problema es repentina e implacable. La comunidad se conmueve. No hay más consultas ni visitas, la rutina de más de cuarenta años en el consultorio se suspende abruptamente. Veinte días después la vida acaba.
Queda un vacío en el pueblo. El velorio es el típico de este lugar: mucha gente llega con sus ceras, veladoras, refrescos. Los rosarios, cánticos y oraciones se suceden tarde y noche.
El ejército de cocineras cumple casi con disciplina militar su tarea, hay que dar comida a mucha gente al regresar del panteón. El ritual es triste, lastimero, hay más llanto que palabras de la gente.
La gente cuenta anécdotas sobre la bondad, sencillez y sensibilidad del doctor, sus consejos y bromas, lo acertado de sus atenciones; el párroco dedica palabras cálidas al personaje.
Se acabó una vida, 45 años de trabajo ininterrumpido de un médico de pueblo.
Este admirable médico de pueblo era mi hermano Hugo.
Lo llevo en el corazón…